viernes, 29 de marzo de 2013

Los ojos de los pobres

Charles Baudelaire, es uno de esos enigmáticos poetas, de los llamados malditos, que ponen la mirada sobre esos pliegues de la realidad que nos cuestan mirar.

Los ojos de los pobres 
 
¡Ah!, queréis saber por qué hoy os aborrezco. Más fácil os será comprenderlo, sin duda, que a mí explicároslo; porque sois, creo yo, el mejor ejemplo de impermeabilidad femenina que pueda encontrarse.

Juntos pasamos un largo día, que me pareció corto. Nos habíamos hecho la promesa de que todos los pensamientos serían comunes para los dos, y nuestras almas ya no serían en adelante más que una; ensueño que nada tiene de original, después de todo, a no ser que, soñándolo todos los hombres, nunca lo realizó ninguno.

Al anochecer, un poco fatigada, quisisteis sentaros delante de un café nuevo que hacía esquina a un boulevar, nuevo, lleno todavía de cascotes y ostentando ya gloriosamente sus esplendores, sin concluir. Centelleaba el café. El gas mismo desplegaba todo el ardor de un estreno, e iluminaba con todas sus fuerzas los muros cegadores de blancura, los lienzos deslumbradores de los espejos, los oros de las medias cañas y de las cornisas, los pajes de mejillas infladas arrastrados por los perros en traílla, las damas risueñas con el halcón posado en el puño, las ninfas y las diosas que llevaban sobre la cabeza frutas, pasteles y caza; las Hebes y las Ganimedes ofreciendo a brazo tendido el anforilla de jarabe o el obelisco bicolor de los helados con copete: la historia entera de la mitología puesta al servicio de la gula.

Enfrente mismo de nosotros, en el arroyo, estaba plantado un pobre hombre de unos cuarenta años, de faz cansada y barba canosa; llevaba de la mano a un niño, y con el otro brazo sostenía a una criatura débil para andar todavía. Hacía de niñera, y sacaba a sus hijos a tomar el aire del anochecer. Todos harapientos. Las tres caras tenían extraordinaria seriedad, y los seis ojos contemplaban fijamente el café nuevo, con una admiración igual, que los años matizaban de modo diverso.

Los ojos del padre decían: «¡Qué hermoso! ¡Qué hermoso! ¡Parece como si todo el oro del mísero mundo se hubiera colocado en esas paredes!» Los ojos del niño: «¡Qué hermoso!, ¡qué hermoso!; ¡pero es una casa donde sólo puede entrar la gente que no es como nosotros!» Los ojos del más chico estaban fascinados de sobra para expresar cosa distinta de un gozo estúpido y profundo.

Los cancioneros suelen decir que el placer vuelve al alma buena y ablanda los corazones. Por lo que a mí toca, la canción dijo bien aquella tarde. No sólo me había enternecido aquella familia de ojos, sino que me avergonzaba un tanto de nuestros vasos y de nuestras botellas, mayores que nuestra sed. Volvía yo los ojos hacia los vuestros, querido amor mío, para leer en ellos mi pensamiento; me sumergía en vuestros ojos tan bellos y tan extrañamente dulces, en vuestros ojos verdes, habitados por el capricho e inspirados por la Luna, cuando me dijisteis: «¡Esa gente me está siendo insoportable con sus ojos tan abiertos como puertas cocheras! ¿Por qué no pedís al dueño del café que los haga alejarse?»

¡Tan difícil es entenderse, ángel querido, y tan incomunicable el pensamiento, aun entre seres que se aman!

Le spleen de Paris. Capítulo XXVI Año 1864

martes, 26 de marzo de 2013

De lo profundo...



De lo profundo de cada persona, brota una fuerza que impulsa a la propia finitud a estallar. Es hambre de belleza, es hambre de verdad, es hambre de bien. Es el alumbramiento de lo eterno en el corazón. ¡Es el anuncio de que Dios está tocando la puerta y quiere quedarse! (26/03/2013)

miércoles, 20 de marzo de 2013

Los hombres no son islas


El hombre está dividido contra sí y contra Dios por su egoísmo que lo divide de sus hermanos. Esta división no puede ser sanada por un amor que se coloca solitario en uno de los dos lados de la hendidura; el amor debe alcanzar ambos lados para poder juntarlos. No podemos amarnos a nosotros mismos si no amamos a los otros; y no podemos amar a otros si no nos amamos a nosotros mismos. Mas un amor egoísta de nosotros mismos nos vuelve incapaces de amar a otros. La dificultad de este mandamiento ("Amarás a tu prójimo como a ti mismo") radica en la paradoja de que tendríamos que amarnos inegoístamente porque aun el amor a nosotros mismos es algo que debemos a otros.
Esta verdad nunca es clara mientras presumimos que cada uno de nosotros, individualmente considerado, es el centro del universo. No existimos sólo para nosotros, y únicamente cuando estamos plenamente convencidos de esta verdad comenzamos a amarnos adecuadamente y así también amamos a otros. ¿Qué quiere decir amarnos adecuadamente? Lo primero, desear vivir, aceptar la vida como un inmenso don y un gran bien, no por lo que ella nos da, sino porque nos capacita para dar a otros. El mundo moderno empieza a descubrir cada vez más que la calidad y la vitalidad de la existencia del hombre dependen de su voluntad secreta de vivir. Existe dentro de nosotros una fuerza oscura de destrucción, que alguien ha llamado el "instinto de la muerte". Es algo terriblemente poderoso esta fuerza engendrada por el amor propio frustrado que lucha consigo mismo. Es la fuerza del amor de sí mismo que se ha vuelto aborrecimiento de sí mismo, y que, al adorarse, adora el monstruo en que se consuma.
Es, pues, de importancia suprema que consintamos en vivir para otros y no para nosotros mismos. Cuando hagamos esto, podremos enfrentarnos a nuestras limitaciones y aceptarlas. Mientras nos adoremos en secreto, nuestras deficiencias seguirán torturándonos con una profanación ostensible. Pero si vivimos para otros, poco a poco descubriremos que nadie cree que somos "dioses". Comprenderemos que somos humanos, iguales a cualquiera, que tenemos las mismas debilidades y deficiencias, y que estas limitaciones nuestras desempeñan el papel más importante en nuestras vidas, pues por ellas tenemos necesidad de otros y los otros nos necesitan. No todos somos débiles en los mismos puntos; y por eso nos complementamos y nos suplementamos mutuamente, cada uno rellenando el vacío del otro.
Sólo cuando nos vemos en nuestro contenido humano verdadero, como miembros de una raza que está planeada para ser un organismo y un "cuerpo", empezamos a comprender la importancia positiva, tanto de los éxitos como de los fracasos y de los accidentes de nuestra vida. Mis éxitos no son míos: El camino para ellos fue preparado por otros. El fruto de mis trabajos no es mío: Porque yo estoy preparando el camino para las realizaciones de otros. Ni mis fracasos son míos: Pueden dimanar del fracaso de otros, mas también están compensados por las realizaciones de otros. Por consiguiente, el significado de mi vida no debe buscarse solamente en la suma total de mis realizaciones. Únicamente puede verse en la integración total de mis éxitos y mis fracasos, junto con los éxitos y fracasos de mi generación, mi sociedad y mi época. Pueden verse, sobre todo, en mi integración dentro del misterio de Cristo. Eso fue lo que el poeta John Donne comprendió durante una grave enfermedad, al oír que las campanas doblaban por otro. "La Iglesia es Católica, universal -dijo-; luego todos sus actos, todo lo que ella hace, pertenece a todos... ¿Quién no inclina el oído a la campana que en alguna ocasión tañe? Y, ¿quién puede suprimir de ese tañido la verdad de que un pedazo de uno mismo está saliendo de este mundo?"
Todo hombre es un pedazo de mí mismo, porque yo soy parte y miembro de la humanidad. Todo cristiano es parte de mi cuerpo, porque somos miembros de Cristo. Lo que hago, para ellos y con ellos y por ellos lo hago también. Lo que hacen, en mí y por mí y para mí lo hacen. Con todo, cada uno de nosotros permanece responsable de su participación en la vida de todo el cuerpo. La caridad no puede ser lo que se pretende que sea, si yo no comprendo que mi vida representa mi participación en la vida de un organismo totalmente sobrenatural al que pertenezco. Únicamente cuando esta verdad ocupa el primer sitio, encajan las otras doctrinas en su contexto adecuado. La soledad, la humildad, la negación a uno mismo, la acción y la contemplación, los sacramentos, la vida monástica, la familia, la guerra y la paz: Nada de esto tiene sentido sino en relación con la realidad central que es el amor de Dios viviendo y actuando en aquellos a quienes Él ha incorporado en Su Cristo. Nada, absolutamente nada tiene sentido, si no admitimos, con John Donne, que "los hombres no son islas, independientes entre sí; todo hombre es un pedazo del continente, una parte del todo".

Thomas Merton (Extracto de "Los hombres no son islas").

lunes, 4 de marzo de 2013

Un nudo de relaciones

"Uno no muere. Nos imaginamos que tenemos la muerte, pero tememos lo inesperado, la explosión, nos tenemos a nosotros mismos. ¿La muerte? No. Cuando se la encuentra ya no hay muerte. Mi hermano me dijo: “No te olvides de escribir todo esto...” Cuando el cuerpo se deshace aparece lo esencial. El hombre sólo es un nudo de relaciones, sólo las relaciones cuentan para el hombre"


A. de Saint Exupery

viernes, 1 de marzo de 2013

De estrella a luciernaga


Una vez creí que una estrella había descendido a danzar en el campo.

- "¡Es una estrella! Y ha venido a danzar en mi campo, a iluminar la noche". Me dije a mi mismo.

Me acerque a la estrella y dance con ella, hablamos sin mirarnos al rostro. Yo no podía ver su rostro, lo tenia escondido en su luz.

- "¡Te ofrezco mi amistad!. ¡Quédate con migo, y muéstrame tu rostro, que ya el mío está expuesto para ti!" Le dije.

- "¡Si, claro! Seré tu amiga, pero no me pidas que te muestre mi rostro. Bastara con que vea el tuyo".

Y goce con la estrella y su luz. ¡Como iluminaba la noche, mi noche esa estrella!


El amanecer fue abriendo paso a la claridad del día. Y que sorpresa cuando los primeros rayos fueron a caer sobre la estrella. Resulto ser una luciérnaga. ¡Que falaces pueden ser las luciérnagas!

Le dije: "¡Eres una luciérnaga! No importa, igual quiero ser tu amigo…"

CAS